El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 9 de febrero.
El pasaje evangélico que hemos leído y escuchado este domingo corresponde a la parte introductoria del Sermón de la montaña. Inmediatamente después de las bienaventuranzas, Jesús conmina a sus discípulos para que sean “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Pero no explica claramente de qué manera los discípulos podemos ser sal o luz.
La sal da sabor a las comidas. Se usa también para salar alimentos, como las carnes, y así conservarlos. Si Jesús está pensando en la sal en su función de dar sabor a las comidas, entonces la misión de ser “sal” para el mundo, para la sociedad humana, presumiblemente consistiría en transmitir a la sociedad y a la cultura una impronta de sabor evangélico. El discípulo evangeliza el mundo y la cultura imprimiéndole un sabor, un sello, una identidad cristiana. Para alcanzar ese fin el discípulo debe tener sabor, debe tener identidad cristiana firme y recia. El cristiano cabal contrasta con el mundo y con la cultura en la que vive, sobre todo cuando esta cultura no ha sido evangelizada o se ha descristianizado. El discípulo debe transmitir su identidad al mundo y no dejarse mundanizar adoptando una identidad que no contrasta con el entorno. El discípulo no debe confundirse, perder su identidad, disolverse en el ambiente. Por eso Jesús advierte que, si la sal pudiera perder su sabor y lo perdiera de hecho, ya no serviría para dar sabor a las comidas. De igual modo el discípulo que pierde su identidad. Por eso dice que, si la sal se vuelve insípida, ya no sirve para nada. Uno se asombra de ver de qué modo algunos intérpretes modernos se fatigan para averiguar qué quiso decir Jesús, pues la sal nunca se vuelve insípida, mientras sea sal, siempre estará salada. Pero Jesús hace una hipótesis imaginaria: si la sal pudiera volverse insípida, cuando eso ocurriera, ya no serviría para sazonar la comida ni para preservar los alimentos. De igual modo, el discípulo que pierde su identidad, que se deja transformar por la cultura y las ideas en curso hasta perder su identidad cristiana, ya es incapaz de evangelizar, ya es inútil para transformar el mundo con el Evangelio, pues el mundo lo ha transformado a él primero.
Esta tentación de acoplarnos al mundo, de asumir las costumbres de la cultura en la que vivimos incluso cuando son contrarias al evangelio es muy frecuente en nuestros días. La cultura se descristianiza en materia de ética sexual, en materia de valoración de la vida, en sus ideas sobre el matrimonio y la familia. La cultura se seculariza cuando excluye a Dios como referencia de sentido y valor. Los cristianos no podemos caer en la tentación de adaptarnos, con la excusa de que esa manera de pensar heredada del Evangelio ya es anticuada. Lo que nos corresponde hacer es entender en profundidad porqué afirmamos ciertos criterios morales, porqué tenemos la comprensión del matrimonio que hemos recibido de Jesús, por qué debemos respetar la integridad de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, porqué no podemos absolutizar la naturaleza y pensar que las plantas y animales tienen más derechos a existir que el ser humano. Debemos conservar el sabor que hemos recibido del Evangelio; debemos conservar el sabor de Dios para poder dar sabor de Evangelio a la sociedad en la que vivimos.
Jesús también afirma con fuerza que sus discípulos debemos ser “luz del mundo”. La luz está hecha para alumbrar y debe irradiar su claridad sobre todos, por lo que se debe poner en lugar alto para que cumpla su función. De igual modo, dice Jesús, sus discípulos debemos realizar nuestras buenas obras y vivir nuestra vida de tal modo que el testimonio de nuestra vida sea visible a todos. Pero atención. Quienes vean nuestras buenas obras deben dar gloria al Padre. La atención de quienes nos vean no debe fijarse en nosotros, sino que debe elevarse hacia Dios para reconocerlo y darle gloria y gracias.
Nos preguntamos: ¿quiénes son las personas que a lo largo de los siglos nos han motivado a pensar en Dios y a darle gloria? Son sin duda los santos. Esta palabra de Jesús es una invitación a la santidad. Todos debemos ser santos para dar con nuestra vida testimonio de Dios. Algunas luces serán muy fuertes y grandes, otras luces serán más modestas y tenues. Las luces grandes son los grandes santos, que, con su vida, han dado testimonio de Dios. Vienen a la mente los mártires, que prefirieron morir que renegar de Dios y de Jesús en quien habían encontrado sentido y de vida y plenitud. Tales fueron los mártires de la primera época del cristianismo. Esos mártires obligaron a la gente a preguntarse: ¿Quién es ese Dios por el que hay alguien dispuesto a morir antes que negarlo? O aquellos otros mártires tan íntegros en su responsabilidad moral ante Dios, que prefirieron que los mataran antes que serle infieles. Uno piensa en hombres como santo Tomás Moro o, más cerca de nosotros, en los mártires que dieron su vida durante el conflicto armado, como son los Diez mártires de Quiché, cuyo martirio acaba de ser reconocido por el papa Francisco. También vienen la mente los nombres de aquellos otros que, como san Francisco de Asís, renunciaron a todo bien y a toda riqueza temporal y mundana pues solo Dios y el Evangelio de Jesús les bastaban para dar consistencia a sus vidas. O los nombres de aquellos otros que, como santa Teresa de Calcuta, se despojaron de todo para servir, por amor a Dios, a aquellos en quienes la dignidad humana apenas era visible en el estado de descarte y des-precio en que vivían. Todos ellos vivieron, actuaron y murieron para dar gloria a Dios con su vida y con su muerte. Ninguno de ellos consideraría justo que nos detuviéramos en sus personas, sin ver al Dios por quien vivieron y murieron. Ellos, con su vida, con su conducta, con sus obras, con su muerte nos obligan a pensar en Dios y a darle gloria. Nosotros quizá no tengamos la gracia de alcanzar una santidad tan grande y de proyectar una luz tan potente, que todavía brilla a través de los siglos y los años. Pero todos debemos cultivar la santidad que inclina a que los demás piensen en Dios. El justo brilla como una luz en las tinieblas, hemos repetido en el salmo responsorial.
Cada época y cada cultura crean las condiciones que determinan qué obra y que palabra puede conducir a quienes la vean o la escuchen a dar gloria a Dios. Quizá en estos tiempos de desconcierto e incertidumbre en que vivimos hoy, los discípulos de Jesús lograrán que quienes los oigan y vean den gloria a Dios, cuando con su palabra y su obra transmitan sentido de vida y alegría, hagan surgir en los corazones de los hombres la esperanza y abran horizontes de plenitud.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)