El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 7 de febrero, V domingo del Tiempo Ordinario.
El evangelio que acabamos de leer y escuchar presenta tres facetas diferentes de Jesús. Primero, Jesús es aquel que libera al hombre de demonios y espíritus impuros, de enfermedades y dolores. Jesús derrota el mal que nos oprime y que nos ahoga en la frustración. Con Jesús hay salud, hay libertad, hay luz, hay esperanza. El segundo rasgo de Jesús es su oración. Madruga, busca un lugar solitario, y allí ora. El evangelista no nos transmite las palabras con las que oraba, porque quiere destacar más bien la acción, la actitud. Jesús vive en relación con Dios, su Padre. Desde el amanecer, antes de que salga el sol, Jesús se vuelve a Dios, de quien es enviado, de quien es Hijo. En tercer lugar, Jesús es evangelizador y misionero. Cuando sus discípulos interrumpen su oración parea decirle que hay mucha gente que lo busca, Jesús responde: Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el evangelio, pues para eso he venido. Y el evangelista nos dice que Jesús recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios.
Quiero detenerme en este último aspecto de la vida de Jesús, su vocación de evangelizador. Para eso he venido desde Dios, para eso he sido enviado. Tiene una enseñanza y un poder para beneficio de la humanidad. La enseñanza es él mismo y su actitud ante Dios, su anuncio del perdón de los pecados, de la llegada del Reino, de la victoria sobre la muerte, del amor de Dios que nos atrae hacia sí mismo, lo que significa nuestra salvación. Jesús también tiene un poder para librarnos del demonio del pasado pecador, que hipoteca nuestro futuro y del demonio de nuestra muerte futura, que roba de sentido a nuestro presente. La humanidad vive en una situación que clama salvación. La primera lectura de hoy recoge, por boca de Job, el drama en que vive: Como el esclavo suspira en vano por la sombra y el jornalero se queda aguardando su salario, así me han tocado en suerte meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor. Mis días corren más aprisa que una lanzadera y se consumen sin esperanza. Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo.
Jesús no espera que la gente llegue. Es más, en esta ocasión parece que desiste de atender a la gente que lo busca y decide ir él a buscar a otros que todavía no lo han conocido. Jesús transmitió a sus discípulos ese impulso misionero. Por eso los discípulos a quienes encargó esta misión de anunciar su evangelio se llamaron apóstoles, es decir, “enviados”. Por eso la Iglesia de todos los tiempos ha tenido conciencia de su responsabilidad de llegar con el anuncio de Jesús a quienes todavía no lo conocen. Esa conciencia no ha sido siempre igualmente fuerte y apremiante. Pero nuestros tiempos exigen de nosotros el fortalecimiento de la conciencia misionera.
Las situaciones pueden ser tan sencillas y obvias como la pandemia actual. No podemos reunir multitudes, debemos controlar el número de quienes ingresan a la iglesia para evitar que se convierta en foco de contagio. Entonces nosotros debemos salir al encuentro de la gente: y nos hemos convertido en expertos para transmitir liturgias, prédicas, catequesis y llegar así a las personas que esperan una palabra de aliento y de esperanza. Pero más a fondo, vivimos en una cultura que margina a Dios, trivializa a Dios o folkloriza a Dios. Son situaciones que exigen también una respuesta de nuestra parte. Debemos tomar con nuevo entusiasmo el ejemplo de Jesús evangelizador, para llegar nosotros también a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues no podemos quedarnos para nosotros con el tesoro que ha iluminado nuestras vidas.
El apóstol san Pablo, en la segunda lectura de hoy, describe su propia actitud como evangelizador. No tengo por qué presumir de predicar el Evangelio, puesto que esa es mi obligación. Se me ha confiado una misión. Entonces, ¿en qué consiste mi recompensa? Consiste en predicar el Evangelio gratis, renunciando al derecho que tengo a vivir de la predicación. Dos rasgos quedan patentes en esta declaración de san Pablo. El primero es que san Pablo consideraba su vocación misionera como algo tan suyo, tan unido a su propia identidad, que sentía que, si no emprendía sus viajes misioneros de un pueblo a otro, traicionaba su propio ser, su propia identidad. ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio! El segundo rasgo es que para lograr su objetivo y convencer a otros para que pusieran su fe en Jesús, en algunas ocasiones incluso renunciaba al derecho que le asistía de recibir ofrendas por haber prestado el servicio de predicación. El predicador no ejerce su ministerio para obtener un ingreso; ejerce su ministerio para llevar a otros la salvación. Pero el predicador necesita su sustento, y por eso tiene derecho a vivir de la predicación. Pero cuando eso se puede convertir en obstáculo a la fe de los otros, es mejor renunciar a pedir alguna ofrenda. La experiencia muestra que cuando los ministros de Dios ejercen bien su ministerio y ofrecen a las personas las palabras de aliento y esperanza que vienen del Evangelio, quienes se benefician de ese servicio lo agradecen con una ofrenda generosa.
Pablo hace lo posible para adaptarse a su audiencia, de modo que su mensaje sea entendible. No se trata de que Pablo recorte y modifique el mensaje para facilitar y aligerar el seguimiento de Jesús, sino que adapta su manera de presentar el mensaje para hacerlo accesible a todos. Me he convertido en esclavo de todos, para ganarlos a todos. Con los débiles, me hice débil; para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos, a fin de ganarlos a todos. Todo lo hago por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes.
Todos en la Iglesia somos discípulos misioneros de Jesús. Todos aprendemos de él y todos debemos anunciarlo. Pero hoy como ayer, Jesús necesita de quienes se dediquen tiempo completo a este servicio. Hago un llamado sobre todo a los jóvenes varones para que abran su mente y su corazón para escuchar una posible llamada de Dios. Él los puede llamar para que se consagren a Él en el sacerdocio apostólico, para ser ministros que, como lo hizo Jesús y lo hizo san Pablo, sigan anunciando el Evangelio y sigan llevando la salvación a través de los sacramentos de la Iglesia. Hay mucha gente a la espera de una palabra de esperanza, del perdón de sus pecados, de la liberación del temor a la muerte. Jesús sigue siendo el único que tiene palabras de vida eterna. Su Evangelio tiene vigencia.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)