En este Domingo de la Ascensión del Señor, en la última semana de Pascua, Mons. Mario Alberto Molina nos invita a alzar los ojos y mirar hacia el cielo, donde descubrimos al Salvador que nos llevará consigo; mientras tanto, hacemos camino aquí en la tierra.
Celebramos en este séptimo domingo de pascua la solemnidad de la ascensión del Señor. El día propio de esta celebración fue el jueves pasado, cuarenta días después de pascua. Pero como ese es un día laboral, para facilitar la participación de los fieles en la misa, aunque sea de forma virtual a través de los medios, la Iglesia traslada todos los años la celebración al domingo siguiente.
La ascensión es complemento de la resurrección. Por una parte, esta solemnidad conmemora que Cristo resucitó en su humanidad y que su humanidad resucitada participa de la gloria y la dignidad de Dios. Hay humanidad en Dios, la de Jesucristo. Si en el misterio de la encarnación decimos que Dios se hizo hombre; en el misterio de la ascensión destacamos que el hombre Jesucristo, una vez resucitado, comparte como propia la gloria y la majestad de Dios: en Jesús, el hombre se hizo Dios. Y esa es nuestra esperanza, pues si la condición humana de Jesucristo es como la nuestra, nuestra humanidad, es decir, nosotros, somos igualmente capaces de Dios. Nuestra esperanza de participar en la gloria y la santidad de Dios, por participación y comunión, tiene su fundamento en la ascensión de Jesucristo a los cielos.
Hoy san Pablo hace una exhortación apremiante: los exhorto a que lleven una vida digna del llamamiento que han recibido. Pablo no se refiere solo al llamamiento a ser cristianos en este mundo; nosotros hemos sido llamados a participar con Cristo y en Cristo de la gloria de Dios. Debemos vivir ahora con la mirada puesta en esa esperanza. Es propio del ser humano hacer planes, proyectar el futuro. El agricultor siembra pensando en la cosecha; un empresario hace una inversión pensando en el beneficio; un estudiante comienza los estudios de una carrera con la mirada puesta en la graduación. Hacemos muchas cosas en el presente para obtener algún fin en el futuro. Pero a diferencia de estas planificaciones humanas, que tienen por meta un logro en este tiempo y en este mundo, el cristiano, el creyente, plantea su vida con la mirada puesta en una meta que lo trasciende: el cielo. Es solo una la esperanza del llamamiento que ustedes han recibido.
Hoy casi no se habla del cielo y de nuestro destino en Dios. Los marxistas nos decían que de tanto pensar en el cielo, los cristianos descuidábamos la tierra. Pero eso es falso, porque la enseñanza de Jesús es que para hacernos capaces e idóneos para llegar al cielo debemos vivir en medio de las realidades temporales con responsabilidad. No puede entrar al cielo quien descuida sus responsabilidades temporales y mundanas, el que es injusto, violento o carente de sentido solidario. Hoy el olvido del cielo viene de otro lado. La cultura secular que se difunde por todas partes nos hace creer que este mundo es lo único que hay. Dios, ¡quién sabe! Por lo tanto, hay que disfrutar y prestar atención a las cosas de este mundo y vivir ahora con la idea de que esto es todo y lo único que hay. Y muchos que no reniegan de su fe, que no toman posiciones contrarias a la Iglesia o a Dios, viven de hecho al margen de toda referencia religiosa. Quizá para un funeral, para un bautizo, para un matrimonio, piensan que la iglesia es un lugar bonito para destacar la importancia del momento y quizá no olvidar del todo a Dios. Pero para estas personas, la esperanza del cielo no es un factor determinante en su conducta de cada día. Así se va distrayendo la mirada de la meta que es el norte que nos debe guiar.
Esta solemnidad nos recuerda dos cosas: que el hombre Jesús ha sido glorificado junto a Dios y que como él comparte con nosotros nuestra naturaleza humana, también confiamos alcanzar la plenitud, no en este mundo, sino en Dios, pues vivimos unidos a Jesús por la fe y los sacramentos. Pablo dice que en sus oraciones pide a Dios que nos conceda espíritu de sabiduría y de reflexión para conocerlo; que nos ilumine la mente para que comprendamos cuál es la esperanza que nos da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza poderosa.
Esa esperanza nuestra es posible porque uno como nosotros, un Hijo del hombre, ha sido constituido Dios glorioso. “Está sentado a la derecha del Padre”. Esa es la expresión de fe que expresa este misterio. Dios resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos los ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones, no solo de este mundo actual, sino también del mundo futuro.
El encargo de Jesucristo a sus discípulos en su ascensión fue la tarea misionera. Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer será condenado. Estas palabras tan drásticas nos dan miedo y hay muchos que las callan y las silencian. ¿Cómo es posible que alguien se condene por no creer? Pero lo que aquí Jesús nos enseña tiene que ver con lo que somos. Somos personas libres, capaces de tomar decisiones equivocadas y de poner por obra acciones que nos destruyan, arruinen nuestra vida, nos conduzcan al fracaso. Es posible fracasar en la vida; es posible arruinar nuestra vida; es posible destruirnos a nosotros mismos y a quienes viven con nosotros por nuestras acciones equivocadas. Jesucristo y su evangelio han venido para enseñarnos cuál es nuestra vocación, para qué hemos venido a este mundo, cuál es la gloria y la plenitud a la que estamos llamados. Por eso creer en Jesús y su evangelio es camino de salvación, porque no solo aprendemos y conocemos nuestro destino final, sino que aprendemos también a cómo vivir, cómo comportarnos para hacernos capaces de alcanzarlo, de recibir esa plenitud de Dios, para la que fuimos creados en primer lugar. Y si hemos fallado, Jesucristo también habilita a los que reconocen sus errores y equivocaciones y con su perdón nos permite comenzar de nuevo.
Que la celebración de la ascensión del Señor despierte en nosotros el deseo del cielo, abra nuestra mente a la plenitud de Dios y de este modo caminemos por este mundo con la mirada puesta en la meta a la que Jesús ya llegó en su ascensión.
Mons. Mario Alberto Molina, OAR