En este Domingo XIX del Tiempo Ordinario seguimos avanzando en la lectura del Capítulo 6 del Evangelio san Juan: Jesús pan de vida que comemos creyendo en él pero también en la eucaristía. Pan para el camino de la vida. A continuación el comentario de Mons. Mario Alberto Molina, OAR
Este es el tercer domingo en que la liturgia nos propone un pasaje del capítulo 6 del evangelio según san Juan. Tres puntos se pueden destacar en el pasaje que hoy hemos escuchado. El primero es la duda en la mente de los que escuchan a Jesús cuando dice yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. No saben cómo conciliar esa declaración de Jesús con el hecho de que ellos han conocido a José el carpintero como su padre y conocen a su madre. Es decir, creen conocer sus orígenes humanos. ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo? Ese es el gran misterio de nuestra fe cristiana, que el Hijo de Dios haya tenido una existencia humana y que el hombre Jesús proceda de Dios y tenga condición divina. El segundo punto, consecuencia del primero, es la exhortación de Jesús a no murmurar, es decir, a no poner en duda la obra de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de él se acerca a mí. La fe en Jesús no es el resultado de una deducción del pensamiento, no es la conclusión de un razonamiento, no es el fruto de un descubrimiento debido al ingenio humano, sino que es la consecuencia de entregarse a Dios que late en la realidad en la que vivimos. No es que Dios y la razón estén en conflicto y la fe sea un acto irracional. Más bien se trata de que la fe alcanza realidades que la razón atisba, pero no controla, de modo que, sin abandonar la razón, hay que abrirse a la dimensión escondida de Jesús, a su identidad divina, dejándose guiar por el sentido de Dios. El tercer punto que hace Jesús en el evangelio es otra declaración: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Con lo que retoma la declaración del principio y aplica sus consecuencias a nuestro favor. Jesús no solo ha bajado del cielo, no solo viene del ámbito de Dios, sino que ha bajado para que nosotros, creyendo en él alcancemos la vida eterna, para que nosotros vivamos para siempre en Dios y venzamos de ese modo la muerte que nos amenaza y participemos en la vida de Dios por medio de su Espíritu.
Pero, antes de seguir profundizando en este pasaje del evangelio, repasemos de nuevo la primera lectura, elegida como complemento y anticipo del evangelio. El pasaje es un fragmento de un relato más grande. El profeta Elías ha vencido a los profetas del dios Baal en un desafío que les hizo. Elías ha vencido a los profetas y los ha hecho degollar. Esos profetas estaban protegidos por la reina pagana Jezabel, esposa del rey Ajab de Israel. La reina ha amenazado de muerte a Elías. Él huye. Huye para salvar su vida de manos de la reina, pero por otra parte huye para morir por la mano de Dios. Elías huye hacia el desierto. Se sienta bajo un árbol y cansado de luchar a favor de Dios, se rinde: Basta ya, Señor. Quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres. Elías se reconoce mortal como sus padres, se sabe amenazado de muerte por la poderosa reina, se siente agotado de luchar en un combate que parece perdido a favor de la verdadera fe. En cierto modo, Elías representa a la humanidad que huye de la muerte, pero igualmente se reconoce mortal. Elías se queda dormido y un ángel de Dios lo despierta. No ha llegado la hora de morir todavía. Levántate y come. Elías ve un pan y un pichel de agua. Come el pan, bebe el agua, pero se vuelve a acostar y a dormir. El ángel lo vuelve a despertar, lo vuelve a invitar a comer, pero ahora añade una advertencia: Aún te queda un largo camino. Aún tienes tarea que realizar en este mundo, aún tienes que llegar al encuentro con Dios por quien tanto has combatido. Esta vez Elías comió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios, donde tuvo un encuentro con el Señor y recibió de Él un nuevo encargo y una nueva misión.
Cuando leemos este relato en conjunción con el pasaje evangélico de hoy, destacamos un punto en común. El pan y el agua que el ángel le ofreció a Elías para tener fuerzas para caminar hasta el encuentro con Dios es símbolo y anticipo del pan que Jesús nos da, que es él mismo, para que comiéndolo con fe también nosotros podamos hacer el camino hasta el encuentro con Dios cuando alcancemos el monte santo al final de nuestra vida temporal. El pan y el agua que sostuvieron a Elías representan a Jesús el pan bajado del cielo que nos sostiene para que venzamos la muerte y alcancemos la vida eterna con Dios. Jesús nos alimenta de dos modos. Nos alimenta con su palabra que nos instruye; nos alimenta dándonos su cuerpo y su sangre para que seamos uno con él. La fe y la eucaristía son el pan del camino para llegar al encuentro con Dios. Creemos en Jesús cuando lo reconocemos como el Hijo de Dios nuestro salvador. Creemos en Jesús cuando conocemos las obras que Dios ha hecho por nosotros, de las cuales la principal es el envío de su Hijo a este mundo para nuestra salvación. Creemos en Jesús cuando nos unimos a Él comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre en la santa eucaristía.
Jesús es el que ha bajado del cielo. A los contemporáneos de Jesus les resultaba casi imposible creerlo, porque conocían su familia humana. ¿Cómo puede venir del cielo si sabemos que viene de Nazaret? Ese es el escándalo de la fe cristiana, que se nos trans- mite y se nos comunica a través de medios muy humanos. El hombre Jesús es el Hijo de Dios. La Iglesia, formada por hombres pecadores, es el ámbito de la gracia, de la luz y de la vida. Los sacramentos son acciones totalmente corrientes, pero llevan y encierran la salvación de Dios. Un enjuague con agua, en nombre de la Trinidad, es el bautismo que perdona nuestros pecados. Una imposición de manos y una unción con aceite comunican el don del Espíritu Santo. Una oblea de harina y un poco de vino sobre los que se han pronunciado las palabras de Jesús en la última cena son para nosotros el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La fe en Cristo vence la muerte y abre el horizonte de la eternidad.
Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ese yo lo resucitaré el último día. Esto no significa que no seamos responsables de creer o no creer. La responsabilidad es nuestra. Pero nosotros no nos inventamos o descubrimos a Dios. La persona a la que se dirige nuestra fe está allí y se nos ofrece. La fe es la apertura para entregarnos a Dios que late en la realidad que nos sostiene y se manifiesta personalmente en Jesús. Tener fe es apertura para dejarnos acoger por la realidad de Dios que nos reclama.
Mons. Mario Alberto Molina, OAR