Una palabra amiga

Los sacramentos y los mandamientos

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 29 de agosto.

Hoy retomamos la lectura dominical de pasajes selectos del evangelio según san Marcos. Este es el evangelio de preferencia para los domingos y solemnidades durante este año. En los domingos pasados hicimos un “desvío” hacia el evangelio según san Juan, para leer y comentar su capítulo 6. Ahora reanudamos la lectura de san Marcos con el pasaje que trae la diatriba un tanto acerba con que Jesús, por una parte, critica los intentos de mitigar la obligación de cumplir los mandamientos de Dios y, por otra parte, amonesta contra un ritualismo que pretende honrar a Dios al margen de la obediencia a su voluntad. La enseñanza está empaquetada en comentarios a prácticas judías de su tiempo y ese en- voltorio nos impide ver que la crítica de Jesús también se nos puede aplicar a nosotros.
El cristianismo tiene doctrinas que hay que creer, reglas y mandamientos morales según los cuales debemos vivir; tenemos ritos y sacramentos para celebrar y dar culto a Dios. Junto a todo esto hay prácticas religiosas que complementan y ayudan a vivir la fe, pero que son claramente opcionales: prácticas como la peregrinación a un santuario ayudan a expresar que en nuestra vida caminamos hacia Dios; costumbres como las procesiones de semana santa ponen ante nuestros ojos los misterios de nuestra salvación; las devociones y oraciones privadas nos ayudan a interiorizar nuestra fe. Pero no podemos considerar que somos creyentes cabales porque hacemos una peregrinación anual o nos dedicamos al cui- dado de una imagen, al tiempo que desconocemos la doctrina que hay que creer, vivimos con graves incoherencias morales de conducta y rara vez participamos en la celebración de los sacramentos, especialmente de la eucaristía. Imágenes y procesiones son apoyos que algunos encuentran útiles para vivir como discípulos creyentes en Jesús; pero no son prác- ticas obligatorias. La fe, la participación en los sacramentos y la conducta guiada por los mandamientos de Dios son estructuras imprescindibles de la vida del creyente; nadie puede llamarse creyente practicante, si estas cosas no configuran su vida religiosa.
En tiempos de Jesús, los judíos fariseos practicaban una serie de lavados y enjuagues que originalmente eran prácticas de los sacerdotes en el templo como ritos de pureza cultual para oficiar la liturgia. Por ejemplo, todavía hoy, en la celebración de la misa, justo antes de comenzar la gran plegaria eucarística, el sacerdote se lava públicamente las manos con agua, mientras dice: “Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado”. Ese lavatorio no tiene ningún propósito higiénico; no tiene el propósito de quitar ninguna suciedad física. Es un lavatorio ritual para pedir a Dios la purificación interior al momento de iniciar la parte más sagrada de la misa. En cambio, en estos tiempos de pandemia, hemos introdu- cido el uso de limpiarnos las manos con alcohol antes de distribuir la comunión; esa prác- tica sí tiene propósitos higiénicos. Pues bien, así como el sacerdote católico se lava ritual- mente las manos, así los sacerdotes judíos realizaban una serie de enjuagues de manos, brazos, pies y de todo el cuerpo antes de ofrecer sacrificios como un signo de pureza ritual.
Esas prácticas pasaron después a los laicos, a la gente común, para purificarse de posibles contactos con realidades impuras del entorno. Los fariseos criticaban a Jesús y a sus dis- cípulos pues no se atenían a esta práctica. Jesús les replica que, en realidad, si lo que queremos buscar es la pureza de la santidad, los enjuagues rituales no son el medio ade- cuado. Aunque Jesús no lo dice aquí, la santidad no es algo que podamos lograr con nuestro empeño y esfuerzo, aunque nos bañemos con agua bendita. Eso una gracia que Dios nos da. Con la fe y el enjuague sacramental del bautismo, él nos purifica interiormente de nuestros pecados; con el sacramento de la penitencia Dios prolonga a lo largo de nuestra vida la fuerza purificadora del bautismo. La santidad es don de Dios. A esa acción de Dios nosotros respondemos con la obediencia a sus mandamientos para vivir en rectitud; corres- pondemos al don de Dios ajustando nuestra vida a su voluntad. Lo que destruye esa santi- dad son las obras malas, la desobediencia a su voluntad. La profanación de nuestras per- sonas viene de nuestra voluntad: Lo que sí mancha al hombre es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre.
La otra crítica que hace Jesús es la práctica de recurrir a un artificio con apariencia de piedad para exonerarnos de cumplir el mandamiento de Dios. El caso que presenta Jesús es el de un hombre que declara consagrados a Dios sus bienes, el corbán, para evitar cum- plir el mandamiento de honrar padre y madre, procurándoles el sustento. Nosotros también hemos creado un artificio piadoso del que nos valemos para sustraernos a la autoridad de este o aquel mandamiento de Dios. Lo llamamos “discernimiento”. En realidad, el discer- nimiento es algo noble y tiene el propósito de buscar cuál es la voluntad de Dios en mi vida; de qué manera yo debo cumplir mejor este o aquel mandamiento de Dios. Pero está extendido el recurso perverso al discernimiento para buscar argumentos que supuestamente sustraen al creyente de la obligación de observar tal o cual mandamiento divino cuyo cum- plimiento implicaría conversión, cambio de vida, esfuerzo moral. Donde más se aplica es en el área de la moral sexual. Una cosa es discernir para cumplir mejor y otra discernir para no cumplir lo que Dios manda. Aquí podría decir Jesús también: Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres.
Los mandamientos de Dios, la ley moral, tienen un propósito: guiar nuestra libertad para que con nuestras acciones nos construyamos como persona, para que construyamos nuestra familia y nuestra sociedad. Por eso Dios pone su autoridad detrás de la ley moral: porque es para nuestro bien, aunque a veces nos parezca difícil de obedecer. Lo enseñaba Moisés a los israelitas antiguos: Ahora, Israel, escucha los mandatos y preceptos que te enseño, para que los pongas en práctica y puedas así vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de tus padres, te va a dar. Guárdenlos y cúmplanlos, porque ellos son la sabiduría y la prudencia de ustedes a los ojos de los pueblos. Pidamos al Señor honestidad y espíritu de conversión para buscar siempre cumplir su voluntad.

X