Una palabra amiga

Algo de escatología según San Agustín

Entrados ya en el mes de noviembre con el recuerdo feliz de Todos los Santos y la memoria de nuestros queridos Fieles Difuntos, la Iglesia en estos días nos invita a considerar  nuestro fin último, eso que llamamos la escatología. Y qué cosa mejor que hacerlo acompañados de la escatología agustiniana que el P. Francisco Moriones desarrolla en su tratado “Teología de san Agustín”.

En los tiempos de estudiante en Salamanca, J. Moltman nos presentaba la escatología como el tiempo de la esperanza activa en preparación a la segunda venida de Cristo, el tiempo de la esperanza del complemento de las promesas divinas en el tiempo y en la historia. Recordemos que la esperanza es el motor que sostiene las dos alas de la fe y la caridad (Paul Claudel).

La teología de San Agustín distingue tres clases de muerte: muerte del alma por el pecado; muerte del cuerpo y muerte de todo el hombre, esto es, cuando el alma, separada de Dios, se separa también del cuerpo. Por eso hay una muerte primera cuando padece las penas temporalmente en el purgatorio, y muerte segunda, cuando el alma sin Dios pero con el cuerpo, sufre las penas eternas del infierno. A la muerte sigue el juicio particular en el que la suerte de cada alma inmortal queda definitivamente sellada: o cielo o infierno.

En esta vida nada puede hacernos perfectamente felices porque nuestro conocimiento actual de Dios es indirecto y parcial. Lo contrario ocurrirá cuando en la vida futura la mente vea a Dios intuitivamente, cara a cara. (Cf 1Cor 13,12). La felicidad será completa y total para todos los salvados.

Podemos preguntarnos, ¿por qué rezar por los difuntos? Según el catecismo de la Iglesia dice lo siguiente “Que los que mueren en gracia y amistad de Dios pero no perfectamente purificados, sufren después de su muerte una purificación para obtener la completa hermosura de su alma” (1030). Pero esto sería en vano, si no creyéramos en la resurrección de los muertos. La existencia de un período de expiación después de la muerte, que la Iglesia llama purgatorio, es demostrada también por Agustín, siguiendo los textos bíblicos, en las enseñanzas acerca del sacrificio del altar y de las oraciones que ofrecen la Iglesia y los fieles por las almas de los difuntos (2 Mac 12,46). Y santa Mónica lo único que les pidió a sus hijos al morir fue esto: “No se olviden de ofrecer oraciones por mi alma”. Por cierto que este año la Penitenciaria Apostólica, debido a la persistencia de la pandemia y a las medidas para contenerla, ha emitido un Decreto en el que anuncia la ampliación de las indulgencias plenarias por todo el mes de noviembre de forma análoga al 2020 para todos aquellos que visiten los cementerios rezando por los difuntos para que la gente pueda diluir sus visitas sin crear una multitud.

Para los creyentes la fe en la resurrección de los cuerpos “ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana (CIC n. 991), y uno de los dogmas más centrales del cristianismo. Para Agustín, siguiendo al evangelista San Juan existen las dos resurrecciones: “Una, la primera tiene lugar ahora, y es la de las almas; ésta inmuniza contra la muerte segunda (la condenación). En cuanto a la segunda resurrección no sucede ahora, tendrá lugar al final de los siglos. No afecta a las almas, sino a los cuerpos, y, en virtud del juicio final, a unos los precipitará a la muerte segunda; a otros, en cambio, los conducirá hasta aquella vida que no conoce la muerte” (De civ Dei XX 6,2). Resucitaremos con nuestros mismos cuerpos, pero gloriosos y transformados sin los defectos corporales que aquí hayan tenido. “Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción, se siembra un cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual” (1Cor 15,42). Al contrario lo que aquí haya sido motivo de desprecio o flaqueza, vg. una cojera o ser manco, allí será motivo de gloria.

Una vez resucitados los muertos, tendrá lugar el juicio universal. Cada uno se presentará ante el tribunal de Dios para darle cuenta de lo que ha hecho, de lo bueno y de lo malo. El que está sentado en el trono tiene el libro de la vida, “en el que está descrita íntegra la vida de cada uno. Todos y cada uno serán juzgados a la vez y de modo instantáneo. El juicio será de carácter inapelable” según el pensamiento de Agustín. Al final sólo quedará el suplicio eterno de la ciudad del diablo o la felicidad eterna de la ciudad de Dios. Y ¿dónde está el cielo? Puesto que vivir en el cielo es estar con Cristo, dice Agustín: “Después de esta vida sea él nuestro lugar” (En. in ps. 30, s.3, 8). “Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amáremos, amáremos y alabaremos. He aquí lo que será el fin que no tiene fin. Pues ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin? (De civ. Dei XXII, 30,5).

Es lógico pensar que en el cielo gozaremos en compañía de nuestra familia carnal, de los padres y hermanos, y también con la familia religiosa y comunitaria con la que hemos pasado esta vida inspirados por el Gran Padre Agustín. Venimos de Dios, debemos volver a Dios. Dios es la fuente de nuestro origen y a él debemos de retornar como a nuestro término, porque “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta descansar en ti”.

Ángel Herrán OAR

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