Se escuchan un débil murmullo y algunos suspiros en la iglesia conventual de Monachil cuando fray Javier Hernández, prior de la comunidad, invita a los fieles que han venido por la fiesta de santa Rita a traer al altar los nombres de aquellos a quienes han dejado en casa, de quienes por alguna enfermedad no han podido desplazarse a la misa, de quienes están pasando por momentos de dificultad en sus familias, de quienes están atravesando un periodo de oscuridad en su vida de fe… Luego de un momento de completo silencio, continúa con la celebración.
¿Qué tiene esta santa nacida a finales del siglo XIV que permite que, muchos siglos después, tantas personas se puedan identificar con su vida y su figura? ¿Cuál es esa fuerza misteriosa en santa Rita que explica el que su imagen en la fachada del convento no pase un día sin ser visitada, que todos los días 22 de mes haya un puñado de personas que se acercan a pedir su intercesión ante Dios por alguna intención particular o dar gracias al Creador por las bendiciones que experimentan en su vida cotidiana, y que los 22 de mayo lleguen autobuses de toda Andalucía llenos de devotos que no pierden la oportunidad de celebrar la eucaristía en el convento, tanto si es fin de semana como si es un miércoles, como este año?
Quizá sea el hecho de que santa Rita es un ejemplo grandioso de cómo el amor de Dios puede inflamar con la misma intensidad la vida de todo cristiano, independientemente de la vocación de cada uno. Santa Rita, en su caminar de fe, supo hacerse consciente, en los diferentes momentos de su vida –y en la diversidad de facetas que esta tuvo: hija, esposa, madre, viuda, religiosa–, de que Dios la amaba, y decidió vivir en consecuencia, decidió amar. Es por eso que su figura, pasados tantos siglos, puede seguir hablando a las distintas generaciones como si de una contemporánea se tratara; es por eso que la reconocemos como amiga de Jesús, porque –como nos dice el evangelio elegido para la festividad–, permaneció en el amor de Cristo cumpliendo sus mandamientos. Solo así se puede entender que fuera capaz de sembrar paz en un contexto de violencia y venganzas, perdón y reconciliación en medio de un panorama de dolor y aflicción, paciencia y comprensión incluso cuando todo parecía perdido.
En estos tiempos que vivimos de tantas guerras, conflictos y desencuentros, la vida de santa Rita nos recuerda que siempre, siempre, nos podemos decidir por el amor, podemos elegir amar, como Jesús. La última palabra no la tenemos nosotros, la última palabra es siempre de Dios, y con nuestra respuesta de amor permitimos que esta última palabra Suya impregne toda nuestra realidad: nuestras vidas, nuestras familias, nuestras comunidades, nuestro entorno, nuestro mundo.
Al final de la eucaristía, entre las rosas que se alzaban para ser bendecidas se colaban muchas fotos de seres queridos que los presentes –sobre todo las madres y abuelas– llevaban consigo, no solo en el corazón, sino también físicamente. Que sepamos hacer esto mismo en nuestras vidas: llevar ante el Señor la vida de todos los que nos rodean; que aprendamos a decidirnos por el amor y, haciéndolo, seamos sembradores de paz y perdón; seamos, como Rita, bendición de Dios para todos.
Fr. Rodrigo Madrid, OAR