Una palabra amiga

Solemnidad de la Santísima Trinidad

Conocemos bien aquella escena en la que Jesús interroga a sus discípulos acerca de lo que la gente piensa y dice de él y lo que sus discípulos creen de él. La gente tenía una pluralidad de opiniones acerca de la identidad de Jesús: que si era Jeremías, que si era Juan el Bautista resucitado. Después de su resurrección también siguieron las preguntas acerca de la identidad de Jesús y de rebote acerca de la identidad de Dios. Jesús es el Hijo de Dios, pero ¿es hijo de Dios como título honorífico o ese título implica que Jesús, además de humano es también divino? Y si decimos que el titulo Hijo de Dios no es título honorífico ¿es Jesús tan Dios como el Padre o goza de una divinidad diluida, como de segundo rango? Y si es Dios, ¿su humanidad es real o aparente? Cuando Jesús llama a Dios su Padre, ese modo de hablar ¿es una pretensión desmesurada o es una expresión cabal, pues Jesús es el Hijo de Dios en existencia humana? Y si aceptamos que Jesús es Hijo de Dios, ¿era Hijo también antes de hacerse hombre en el seno de la Virgen María o el Hijo comenzó a existir al nacer de la Virgen María o quizá más tarde, al resucitar de entre los muertos? Y si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, ¿son entonces dos dioses? Y si añadimos al Espíritu Santo, ¿quién es este personaje? ¿Es Dios también igual en divinidad al Padre y al Hijo? ¿Entonces no son dos sino tres dioses? Pero, por otra parte, Dios solo hay uno, ¿cómo se combina la afirmación de que hay un solo Dios con una presencia y actividad divina en tres instancias distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo?

Preguntas como estas se hicieron los cristianos casi desde el momento en que Cristo subió al cielo y envió al Espíritu Santo a sus discípulos. Las discusiones tardaron siglos hasta que los cristianos estuvieron de acuerdo de que habían captado correctamente la identidad de Dios. Dios se nos ha dado a conocer a través de sus obras. A partir de las obras de Dios reseñadas en la Sagrada Escritura llegamos a conocer a Dios en sí mismo y ante nuestros ojos. Nuestra fe en Dios implica conocerlo, saber quién es Dios y cómo ha actuado pues en ello está en juego nuestra propia salvación.

Nuestro Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, es el mismo Dios que llamó a Abraham, el mismo que se le apareció a Moisés y lo envió para sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto; es el mismo que ungió a David, habló por los profetas y prometió un Mesías futuro. Pero, aunque es el mismo, en el Nuevo Testamento hemos conocido más plenamente a Dios como es en sí mismo y como se nos ha revelado. El rostro de Dios en el Antiguo Testamento es verdadero, pero quienes vivieron en aquel tiempo lo veían como entre nieblas. Nosotros mismos, lo conocemos plenamente a través de la revelación de Jesucristo, pero en comparación con el conocimiento de Dios que tendremos en el cielo, también nosotros tenemos un conocimiento cierto y verdadero de Dios, pero que todavía no tiene la plenitud que compartiremos en su presencia.

Confesamos que nuestro Dios es uno solo y que es Trinidad. Eso significa que Dios es especialmente comunicativo: ama y habla. No es un dios encerrado en sí mismo. Nuestro Dios tiene Palabra, es decir, se dice a sí mismo y es capaz también de decir lo que no existe para que exista y por eso es Creador. Cuando Dios se dice, se manifiesta a lo que no es Dios, crea las cosas. Dios se dice a sí mismo de modo libre y por amor. Moisés invita al pueblo de Israel: Pregunta a los tiempos pasados, investiga desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra. ¿Hubo algún dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo, a fuerza de pruebas, de milagros y de guerras, con mano fuerte y brazo poderoso? Esta cualidad de Dios de comunicarse y expresarse llega a tal grado de intensidad que Dios se comunicó a la creación haciéndose él mismo creatura, cuando se hizo hombre en el seno de la Virgen María. Y nuestro Dios es capaz de darse y de amar a los hombres que creó hasta el punto de que es capaz de penetrar en la interioridad del creyente y morar en el hombre como Espíritu Santo.

Cuando hablamos de la Santísima Trinidad afirmamos algo sobre Dios en sí mismo, pero también algo sobre Dios en relación con nosotros. Porque Dios es uno solo y a la vez es Padre, Hijo y Espíritu Santo creemos que hay un solo mundo, una sola salvación y un solo cielo. Dios nos creó libremente, nos ama y nos habla para que le respondamos y así incluirnos como participantes sin mérito propio de la vida divina. El mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios y coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él. Dios nos ha revelado lo suficiente acerca de él a través de Jesucristo, de modo que tenemos un conocimiento cierto y verdadero de Dios y una participación real y consistente en su vida divina.

Según el evangelista san Mateo, la última instrucción de Jesús a sus discípulos fue la de ir por el mundo para enseñar a todas las naciones lo que ellos habían aprendido de Jesús. De modo que esas personas se hicieran también discípulos de Jesús y recibieran el bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los tres nombres: Padre, Hijo y Espíritu Santo aparecen en pie de igualdad en ese final del evangelio según san Mateo. Bautizar a una persona en nombre del Dios Trinidad implica introducir a la persona que se bautiza en la dinámica de la obra de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Credo que recitamos cada domingo proclamamos quién es nuestro Dios y qué ha hecho por nosotros. Creemos que Dios Padre es Creador de todo lo visible y lo invisible. Cuando creo eso, entonces acepto el mundo como un regalo de Dios y declaro que vivo en un mundo con sentido porque Dios nos ama.

Creemos en su Hijo Jesucristo, que es nuestro redentor por su muerte y resurrección. Al decir que creo, entonces acepto que en Cristo obtengo el perdón de los pecados y la vida eterna. Creemos en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, en la comunión de los santos y en la vida eterna. Cuando creo eso, entonces afirmo que mi existencia cristiana se sostiene por la acción de Dios en mi interior a quien recibo en la Iglesia que me enseña a creer, a vivir santamente y a esperar la vida eterna como meta y fin de mi existencia. Nuestra vida tiene consistencia, sentido y salvación en la Trinidad y desde la Trinidad. Por eso hacemos todo en su nombre y vivimos en su presencia.

 

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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