Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Es una convicción bíblica que Dios lo hizo todo bien e íntegro; Dios hizo todo hermoso y bueno. Sin embargo, la realidad es que la muerte marca nuestra vida y le pone fin. Además, la enfermedad nos agobia desde que nacemos y es el anticipo de la muerte a lo largo de nuestra vida. Si Dios nos hubiera hecho solo para vivir unos cuantos años, cada persona según el tiempo que le hubiera sido asignado, habría que creer que Dios se arrepintió de ese error y por eso habría enviado a su Hijo para morir y resucitar de entre los muertos para salvarnos del pecado y la muerte. Pero Dios no hizo la muerte. Si Cristo ha vencido su propia muerte con su resurrección y nos ofrece vencer la nuestra, si nos unimos a él, eso significa que Cristo ha venido de parte de Dios para arreglar un desperfecto que nos sobrevino después de la creación. Si Dios no nos hizo mortales, tiene sentido que su amor lo haya llevado a corregir nuestra mortalidad. Dios todo lo creó para que subsistiera. Las creaturas del mundo son saludables; no hay en ellas veneno mortal. Pero la verdad es que sí hay, pero Dios no lo quiso así. ¿Qué pasó entonces?
Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan quienes le pertenecen. Este pasaje del libro de la Sabiduría recoge la enseñanza del Antiguo y del Nuevo Testamento, según la cual nuestra muerte es la consecuencia de haber sucumbido a la seducción de Satanás de querer vivir al margen de Dios, independientes de Dios, olvidados de Dios. La Biblia entiende la muerte no como un proceso biológico de desgaste y disfunción. Entiende la muerte como el resultado de la pretensión de vivir sin Dios, lejos de Dios, al margen de Dios. La muerte por desgaste biológico o por accidente que destruye el organismo no es el problema fundamental y hasta es natural. El problema fundamental de la humanidad es la vida sin sentido, abocada a la frustración, porque no tiene ni meta a donde llegar, ni plenitud a la que aspirar, ni gozo pleno al que anhelar. Cuando se pierde el horizonte de la eternidad, también la vida temporal carece de sentido y propósito. Por eso también en varios países se ha legalizado el suicidio asistido.
Los humanos sufrimos muchas necesidades; algunos padecen carencias temporales y corporales de manera grave: hambre, enfermedad, desamparo. Necesitamos vivienda, educación, ingresos. Agravamos nuestros males naturales con males morales: corrupción, violencia, robos, degradación sexual, engaños y mentiras, fraudes y abusos. Pero todos esos males temporales, de alguna manera tienen al menos alivio a través de la acción humana. Dios nos urge a actuar de manera responsable para remediarlos. Pero la necesidad mayor, porque no la podemos remediar de ninguna manera nosotros con nuestros conocimientos y habilidades, es la de darle sentido a esta vida temporal de modo que la muerte no se vea como la salida de una existencia que perdió significado y tampoco se vea como amenaza que socava el sentido de la vida de modo que valga la pena vivir a pesar de tener que morir. ¿Para qué vivir, si vamos a morir? Ni esta vida es lo único que hay, de modo que cuando resulta incómoda es mejor ponerle término por la eutanasia; ni la muerte es la realidad final, de modo que la vida carezca de sentido porque acaba en aniquilación.
Por otra parte, esa mentalidad de que lo único que hay es esta vida, obliga a la misma Iglesia a acreditarse ante los ojos de la sociedad, no por la predicación y el anuncio de la vida después de la muerte, sino por acciones que una sociedad encerrada en la inmanencia sea capaz de valorar. Por eso parece a veces que la Iglesia es una institución cuya máxima preocupación y misión es buscar soluciones al problema del cambio climático, alivio a los sufrimientos reales de los migrantes, tratar de mitigar las carencias de salud, alimentación, educación y vivienda de la población más indigente. Estos son problemas reales, cuya solución está en mano de quienes tienen que gestionar el bien común en la sociedad y no tanto en mano de obispos y sacerdotes. Pero quien piense que la Iglesia (sobre todo el clero) vale en la medida en que contribuya a la solución de las necesidades temporales de hecho dice que la misión de Cristo es inútil, caduca e innecesaria.
Porque Cristo vino principalmente para dar respuesta al problema de la muerte que padece cada individuo. Ciertamente nos enseñó que debemos dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, acoger al migrante y visitar al enfermo. Nos dijo que esas obras nos hacían idóneos para entrar en el reino de Dios. Pero su misión principal fue mostrarnos que estamos llamados a la eternidad y que no está bien resignarnos a esta vida temporal como la única realidad que cuenta, sino que debemos vivir esta vida temporal con responsabilidad moral y caridad en función de la eterna que esperamos.
El relato evangélico de hoy engarza dos narraciones en las que Jesús se muestra como aquel que ha venido a devolver la salud y la vida. Requieren su intervención para curar a una niña enferma, pero al llegar a la casa donde ella está, la niña ha muerto y todos piensan que Jesús ya no tiene nada que hacer. Es lo que piensan muchos hoy; Jesús vale para motivar la solución de problemas temporales; pero no para abrir horizontes de eternidad. Jesús ya no puede hacer nada frente a la muerte. Pero él insiste, y hace que la niña despierte a esta vida mortal y temporal, como signo de que él ha venido a despertarnos del sueño de la muerte a la vida donde ya no hay ni enfermedad, ni dolor, ni lágrimas, pues es la vida con Dios para siempre. De camino, una mujer le roba a Jesús, por decirlo de algún modo, su poder curativo, pues se acerca a él sin hacerse notar y toca su manto con la convicción de que recobrará la salud. Jesús se da cuenta, se vuelve, pide que quien le ha tocado se muestre. La mujer apenada se presenta y Jesús la tranquiliza con estas palabras: Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad. Nosotros sabemos que estas palabras de Jesús son anticipo de una curación más radical, más definitiva, más profunda. Jesús ha venido para curarnos de la enfermedad definitiva que es la muerte, que no es parte del designio creador de Dios. No invalidemos la misión de Jesús, que le costó tan alto precio cumplir. No reduzcamos a Jesús maestro de moral para hacer frente a las carencias temporales de la humanidad y aceptando la muerte como una fatalidad sin remedio.