Una palabra amiga

Santa Mónica, madre de san Agustín

Por su vida personal y simbólica, su influencia en san Agustín, Santa Mónica merece un lugar de honor en el santoral cristiano. Su determinación, fortaleza, inteligencia, amor maternal y fidelidad a la Iglesia fueron decisivos en la conversión religiosa de su hijo, una de las figuras más grandes de la Iglesia y de la cultura occidental. Esa actitud la convierte en un modelo eterno para esposas y madres cristianas. La Iglesia, al honrar su memoria, reconoce de alguna manera la deuda inmensa que tiene con tantas mujeres anónimas, que no solo han guardado la fe de sus hijos, sino que los han guiado al servicio de la Iglesia y de la sociedad.

Al servicio del esposo y de los hijos

Todo lo que sabemos de Mónica se lo debemos a Agustín. En sus «Confesiones» le rindió un homenaje eterno cargado de ternura, admiración y gratitud. Con la misma veneración la recuerda en los «Soliloquios», algunas cartas y hasta en escritos de su vejez. En una de ellas adjudica su salvación a las oraciones de su madre: “las ardientes súplicas y diarias oraciones de mi buena madre […] evitaron mi perdición” (El don de la perseverancia, 20,53).

Mónica nació el año 331 en Tagaste, actualmente Souk-Ahrás en Argelia, en una familia acomodada, de raíces cristianas y leal a la Iglesia durante el cisma donatista. Así lo indica Agustín al escribir que creció “en una casa creyente, miembro sano de tu Iglesia” (Conf. 9,8,17). Una de las sirvientas de la casa, que había cargado en brazos al padre, dejó una fuerte huella en su educación, acostumbrándola a disciplinar sus deseos. Fuera de las comidas no le permitía ni beber agua. “Ahora bebes agua, porque no tienes vino al alcance de la mano; pero una vez que te cases y seas dueña de bodegas y despensas, le harás ascos al agua, pero prevalecerá la costumbre de beber” (Ibid).

La realidad pronto confirmó los temores de la sirvienta. Al encargarse de preparar el vino para la comida, Mónica tuvo la oportunidad de bajar a diario a la bodega y, junto a la ocasión, vino la tentación y la caída. Al principio se conformaba con mojar sus labios con el vino, ya que su sabor no le era agradable, pero con el tiempo creció el gusto y con él la cantidad, llegando a beber casi un vaso entero.

Fue salvada del peligro por el reproche de otra sirvienta, que durante un tiempo había sido espectadora silenciosa de las travesuras de su señorita. En el calor de una discusión se lo echó en cara, llamándola borracha. El insulto quedó grabado en el corazón de Mónica y, en una reacción característica de su personalidad, reconoció su falta y rompió completamente con el hábito: “herida con tal insulto, comprendió lo feo de su pecado y al instante lo condenó y lo expulsó de sí” (Conf. 9,8,18). Era la primera señal de un carácter decidido, incapaz de esconderse detrás de excusas y dispuesto a enfrentar cualquier dificultad; y quizás también una primera muestra de amor propio y de un innato sentido de dignidad.

El bienestar de la familia dependería en buena parte de ella.

A los veinte años se casó con Patricio, un empleado municipal. Su intervención en la preparación del matrimonio fue mínima, ya que en esa época la elección del esposo, el manejo de los acuerdos y los preparativos de la boda eran cosa del “paterfamilias”. En su nuevo hogar gozaría de mayor libertad. La sociedad romana había avanzado algo en el reconocimiento de la dignidad de la mujer y dejaba en sus manos la administración del hogar. Se ocuparía de las compras, de los sirvientes, de la educación de los hijos, etc. El bienestar de la familia dependería en buena parte de ella.

La tarea no fue fácil. Tenía que convivir con un marido pagano y voluble, capaz de las más tiernas expresiones de amor, así como de explosiones de ira y de infidelidades conyugales. Era, según las palabras de su hijo, “sumamente cariñoso y, a la vez, extremadamente colérico”. Pero nunca llegó a golpearla, lo cual sorprendía a quienes conocían la violencia de su carácter.

Mónica, consciente de su situación, se dispuso a sacarle el máximo provecho. Nunca discutió con su marido, y solo cuando regresaba la calma le daba razón de sus acciones, haciéndole ver que “quizá se había exaltado más de lo justo”. Ni siquiera creyó necesario reprocharle sus infidelidades, las toleró con paciencia y continuó brindándole su amor con la esperanza de ganarlo algún día para ella y para el Señor: “hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y amable y admirable a sus ojos”. Era consciente de que la costumbre y el entorno harían inútiles sus protestas y, al mismo tiempo, “esperaba que la misericordia de Cristo vendría sobre él” y, con la fe, le daría también la castidad (Conf. 9,9.19). Ejemplo y oración fueron sus únicas armas, y de ellas usó día tras día.

Muchas mujeres hoy podrían considerar su proceder como sumiso y contrario a su dignidad. Su sacrificio habría perpetuado un abuso intolerable. Pero estas opiniones olvidan que un comportamiento como el de Mónica requiere autocontrol y firmeza de carácter, y suele dar frutos. Ella logró la conversión de su marido, “no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel” (Conf. 9,9,20). Patricio recibió el bautismo un par de años antes de su muerte, ocurrida en el año 371.

El nuevo hogar tampoco fue un lugar agradable. Ante todo, era una casa pagana, con costumbres muy distintas a las suyas. También tuvo que lidiar con una suegra suspicaz y unas criadas chismosas, dispuestas a alimentar con sus historias los recelos de la suegra. “Al principio”, escribe Agustín, “su suegra se irritaba contra ella por los chismes de las malas sirvientas”. Pero pronto esos cuentos se estrellaron contra su paciencia y mansedumbre. La suegra recapacitó y, tras un justo castigo a las culpables, “las dos vivieron en dulce y amigable armonía”.

Mostró la misma grandeza de ánimo en sus relaciones con amigas y conocidas, de quienes se convirtió en paño de lágrimas. Su éxito doméstico le dio un ascendiente que facilitó su apostolado fuera del ámbito familiar. Nunca se permitió comentarios en descrédito de los demás, mucho menos de su marido, y ese mismo proceder inculcaba a sus amigas.

“Encontraba la manera de poner en juego sus dotes pacificadoras entre toda clase de personas enemistadas. […] Nunca contaba nada a una de otra, salvo lo que podía servir para su reconciliación” (Conf. 9,9,21).

Las exhortaba a ser tolerantes con sus esposos y no ventilar las faltas de los ausentes. Aborrecía los chismes y cuando sus amigas caían en sus redes, se aislaba, sin participar en rumores ni divulgar defectos ajenos. Lejos de unirse a los cuentos de la otra, se esforzaba por suavizar tensiones y conciliar ánimos opuestos. “Encontraba la manera de poner en juego sus dotes pacificadoras entre toda clase de personas enemistadas. […] Nunca contaba nada a una de otra, salvo lo que podía servir para su reconciliación” (Conf. 9,9,21).

Mónica tuvo tres hijos: Agustín, que posiblemente fue el mayor, Navigio y una hermana de nombre desconocido. Los dos últimos no le dieron mayores problemas. Navigio, un joven de salud delicada, introvertido y curioso, probablemente se casó, igual que su hermana. Esta quedó viuda pronto y luego fue abadesa del monasterio de Hipona. En él ingresaron también unas sobrinas de Agustín, sin que se sepa si eran hijas de Navigio o de su hermana. Lo mismo pasa con Patricio, clérigo de la iglesia de Hipona, y con su hermano, subdiácono de la de Milevi.

Fue Agustín quien ocupó la atención de Mónica. Su talento requería cuidados especiales y ella nunca se los negó. Sufrió con él, lo acompañó en sus dudas, lo previno contra el peligro de la lujuria –“muy preocupada me aconsejó en privado que no fornicara y, sobre todo, que no cometiera adulterio” (Conf.2,3,7)– y le reprochó sus errores doctrinales y sus extravíos morales, llegando incluso a echarlo de casa. Otras veces adoptó métodos más suaves, aprovechando las riquezas de su corazón materno. Buscó el consejo de personas sabias que consideraba capaces de despejar las dudas de su hijo y guiarlo por el buen camino, y, sobre todo, lo recordaba día y noche ante el altar del Señor. La lucha se prolongó durante tres lustros y en ella Mónica mostró un amor maternal insuperable, constancia, sagacidad y un espíritu de fe. El resultado de su esfuerzo fue una obra maestra.

El resultado de su esfuerzo fue una obra maestra.

Cuando era recién nacido lo llevó a la iglesia, lo inscribió en el registro de los catecúmenos e inculcó en él el amor por Jesucristo. Un día Agustín confesará que ningún libro, “por elegante y erudito que fuera”, lo llenaba completamente si en él no encontraba el nombre de Jesucristo, cuya dulzura había mamado “con la leche de mi madre” (Conf. 3,4,8). Sin embargo, de acuerdo con la práctica de su tiempo, Mónica no sintió la necesidad de bautizar a su hijo.

En perfecto acuerdo con su esposo, se desvivió por darle una educación de calidad, y no la interrumpió ni cuando la muerte de su esposo debilitó el presupuesto familiar ni cuando el despertar de las pasiones el amor maternal la llevó a subordinar el bien espiritual de su hijo a su carrera profesional. Temió que el matrimonio arruinara sus estudios y, en consecuencia, comprometiera también su futuro profesional.

Algunos biógrafos han visto en este comportamiento de la santa una prueba de su perspicacia. Agustín no opinaba lo mismo. A pesar del afecto con que rodea a su madre, en las «Confesiones» lo critica y lo atribuye a la debilidad de su fe: “Ni mi madre carnal, que ya había comenzado a alejarse de Babilonia, pero que en lo demás iba con lentitud, se ocupó […] de contener con los lazos del matrimonio aquello que había oído a su esposo de mí […]. Temía que con el vínculo matrimonial se frustrara la esperanza que tenía sobre mí. No la esperanza de la vida futura, que mi madre tenía puesta en ti, sino la esperanza de las letras, que ambos, padre y madre, deseaban ardientemente”. Ella pensaba que los estudios, lejos de ser un obstáculo, serían “de no poca ayuda para alcanzarte a ti” (Conf. 2,4,8).

Su fe tuvo que ser nutrida por la tribulación. Y esta no le faltó. Del 371 al 386 Mónica vivió un verdadero calvario. Un día Agustín se va a vivir con una mujer, otro abandona la Iglesia y se une a los maniqueos, una secta que la combate, y otro cae en el escepticismo. Ella sufre y llora, pero no se rinde. Un sueño en el que ve a su hijo en la misma regla en que se encuentra ella la reconforta y le asegura la victoria. Un día su hijo compartirá su fe.

En 374 lo alcanza en Cartago y durante nueve años vive con él, hasta el 383, en que sufre una de las grandes desilusiones de su vida. Agustín, insatisfecho con los estudiantes de Cartago, decide probar suerte en Roma y, para hacerlo sin restricciones, abandona a su madre en la playa y se embarca encubiertamente hacia Roma. Mónica siente el golpe. Lo llama mentiroso y mal hijo. Pero sigue rezando por él y en la primera oportunidad cruza el mar y lo alcanza en Milán.

Agustín seguía sumido en la duda, sin certeza alguna y buscando desesperadamente algo en que creer: “Había llegado a lo más profundo del mar y desesperaba de hallar la verdad” (Conf.6,1,1). Decepcionado con los maniqueos, se había unido a los escépticos, de los que no tardaría en pasarse a los neoplatónicos para finalmente terminar como oyente de san Ambrosio y lector de san Pablo.

Mónica celebró el cambio, pero sin entusiasmo. Su alegría no sería completa hasta la total conversión de su hijo. Pensó entonces que el matrimonio quizá podría serenarlo y le buscó una novia de su misma clase social. Agustín cedió a las conveniencias sociales, a las presiones de su madre y quizá también a los designios de la Providencia, y con inmenso dolor de su ser –“mi corazón, desgarrado por aquella parte que le estaba pegado, había quedado llagado y vertía sangre”–, despidió a la mujer con la que había convivido durante 15 años. Pero antes de que su prometida alcanzara la edad núbil, llegó la gracia y tras ella el bautismo y la renuncia al matrimonio, a los honores, a las riquezas y a toda esperanza de este siglo. Mónica pudo cantar victoria. Su hijo ya se había subido a la regla del sueño.

En Casiciaco cuida de Agustín y sus amigos “como si fuera la madre de todos”.

El año que le quedaba de vida lo pasó al lado de su hijo saboreando la miel del triunfo. En Casiciaco cuida de Agustín y sus amigos “como si fuera la madre de todos”. Interviene en sus diálogos filosóficos, suscitando su admiración. En marzo del 387 está de nuevo en Milán, donde Agustín ha vuelto para inscribirse en la lista de los catecúmenos. Ocurrió entonces el enfrentamiento de Ambrosio con la emperatriz Justina, que exigía la entrega a los arrianos de una iglesia de la ciudad. Mónica se puso al lado del obispo y se encerró con él en la iglesia para impedir el atropello. Finalmente, la noche de Pascua, asiste llena de júbilo al bautismo de su hijo, su nieto Adeodato y Alipio, el amigo del alma de Agustín.

A las pocas semanas estaban todos en Ostia, a la espera de un barco que los llevaría de vuelta a África. En su patria les sería fácil encontrar un lugar apropiado para servir a Dios. Un día, mientras descansan del viaje, madre e hijo experimentan el llamado éxtasis de Ostia. Asomados a la ventana discurren juntos “sobre cómo sería la vida eterna de los santos […], llegando a tocar con el ímpetu de su corazón aquella región de la abundancia sin fin en la que tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad”.

Mónica presintió la cercanía de la muerte. “Hijo mío, nada me deleita ya en esta vida […] Una cosa deseaba y era verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago ya aquí?» (Conf. 9.10,26). A los cinco días cayó enferma y tras breve enfermedad falleció: “a los nueve días de su enfermedad, a los 56 años de su edad y 33 de la mía, fue liberada del cuerpo aquella alma religiosa y piadosa” (Conf. 9,11,28).

Agustín, cumpliendo su última voluntad, enterró a su madre en Ostia: “entierren este cuerpo en cualquier parte, no se preocupen más por su cuidado; solo les pido que se acuerden de mí ante el altar del Señor […] Nada hay lejos para Dios ni hay que temer que ignore al fin del mundo dónde estoy para resucitarme” (Conf. 9,11,27-28).

Por la senda de la santidad

La Providencia dotó a Mónica de una naturaleza sana y la colocó en una familia creyente que la dirigió hacia el bien desde su más tierna infancia. Era inteligente, sensible, decidida y segura de sí misma. Pero como hija de Adán, también tuvo defectos. Era posesiva, de comportamiento solemne y con una clara conciencia de su dignidad. Otras debilidades de su adolescencia y su excesivo interés por el triunfo profesional de su hijo ya han sido mencionadas. Quizá tampoco fuera completamente puro su dolor ante la partida del hijo.

A los 40 años Dios no era aún el único objeto de su vida. La tribulación, la oración continua, la Eucaristía diaria, el ayuno, la limosna, la obediencia filial a la Iglesia y el respeto y amor a sacerdotes y monjes irían despejándola día a día de su egoísmo y asimilándola más a su Divino Maestro.

El culto

Mónica se despreocupó de su cuerpo. Pero los cristianos no la olvidaron. Anicio Auquenio Basso mandó esculpir en su tumba una inscripción métrica (408). El 9 de abril de 1430 Martín V trasladó sus restos a la iglesia romana de San Agustín y los depositó en una hermosa capilla, donde esperan la resurrección de la carne.

Las «Confesiones» de Agustín preservaron su memoria en la Iglesia, pero su culto solo comenzó a difundirse tras el traslado de su cuerpo a Roma. Eugenio IV (1431-47) instituyó en su honor una cofradía de madres cristianas y desde entonces su nombre siempre ha ido ligado a ellas. En el siglo XVI Baronio la incorporó al Martirologio Romano. Poco más tarde, san Francisco de Sales ensalzó sus virtudes en su «Introducción a la vida devota». En 1551 los agustinos ya celebraban la deposición del cuerpo (4 de mayo) y su traslado (9 de abril). La última reforma litúrgica ha subrayado su conexión con su hijo al trasladar su memoria al 27 de agosto, víspera de la fiesta de san Agustín.

En el siglo XIX se generalizó su culto. En 1850 surgió en la basílica parisina de Nuestra Señora de Sión una asociación de madres cristianas, que, tras ser aprobada por Pío IX (1856), se extendió por todo el mundo. En 1858 ya había 317 uniones en Francia y 19 fuera de ella. A la asociación de Roma, en la que nuestra santa compartía el patrocinio con Nuestra Señora del Parto, se le agregaron entre 1884 y 1902, 694 uniones en toda Italia. Otras 696 lo hicieron desde 1913 a 1930. En 1865 Bougaud publicó una exitosa biografía de la santa, traducida inmediatamente a varios idiomas.

En 1982 el padre Lorenzo Infante (1905-1997) fundó en Madrid la “Comunidad Madres Cristianas Santa Mónica” con el objetivo de formar madres, “que, convencidas de que la fe es el mayor tesoro que pueden legar a sus hijos, defiendan con eficacia la fe de los mismos”. Ya cuenta con miles de inscritas en varios países de Europa, América y Asia.

Fr. Ángel Martínez Cuesta, OAR

Bibliografía
Mons. BOUGAUD, Historia de santa Mónica, León 1877; A. SÁNCHEZ CARAZO, Santa Mónica. La madre, Marcilla (Navarra) 1991; U. ÁLVAREZ, Santa Mónica. Retrato de una madre cristiana, El Escorial 1994; I. OJEDA, Comunidad Madres Cristianas Santa Mónica, Caracas 2000.

[Descarga la Biografía de santa Mónica escrita por Fr. Ángel Martínez Cuesta]

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