El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 24 de mayo
La segunda lectura de este domingo es continuación de la segunda lectura del domingo pasado. Se trata de la misma visión del apóstol, que ve cómo la nueva Jerusalén baja del cielo a la tierra. Esa no es una visión acerca de un futuro lejano, sino que es una visión penetrante de la realidad invisible que Dios ha establecido en la tierra ya desde ahora como fruto de la resurrección de Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, es también el Hijo del hombre. Es Dios como el Padre, pero es también humano como todos nosotros, menos en el pecado. Por eso, al resucitar, su humanidad igual a la nuestra ha quedado imbuida y por la gloria de su divinidad. A partir de esa transformación, toda la creación ha quedado igualmente impregnada de gloria, de gracia y divinidad, de manera que la vieja creación marcada por el pecado está superada por la nueva creación marcada por la gracia.
Es más, con el envío del Espíritu Santo, Dios ha abierto en el mundo un ámbito de vida y de gracia. La nueva ciudad de Jerusalén, que el vidente ve bajar del cielo a la tierra, es ese ámbito de gracia que congrega a los creyentes y que por ellos se hace visible en la institucionalidad de la Iglesia. Hace unos años, cuando la telefonía móvil no estaba muy desarrollada, la señal no cubría todo el territorio. Cuando uno salía al área rural, normalmente no había señal, pero uno siempre encontraba que en aquella esquina, o debajo de aquel árbol o sobre aquella roca se podía captar la señal telefónica. Y a veces uno veía varias personas hablando por teléfono reunidas en ese lugar donde había la señal. La señal no se veía, pero el grupo de personas hacía visible el lugar donde estaba la señal. Este es un ejemplo físico y material que sirve de ilustración para entender lo que es la Iglesia. Si el Espíritu Santo es la “señal de Dios”, que baja del cielo, que santifica, vivifica y da vida eterna, allí donde se congregan quienes reciben el Espíritu Santo por la fe y el bautismo, allí se forma la Iglesia, que no nace de la voluntad de los que la forman, sino del don del Espíritu que viene de Dios, y que reciben los creyentes. Por eso decimos que la Iglesia es nuestra madre, porque ese ámbito de gracia invisible que existe en el mundo desde la resurrección de Cristo y el don del Espíritu nos engendra a la vida nueva, nos hace hijos de Dios, nos congrega como Iglesia, nos llama a la vida eterna.
El vidente ve esa realidad espiritual que baja a la tierra y crea ese ámbito de gracia como una ciudad; la llama la nueva Jerusalén. Porque los creyentes en Cristo formamos una comunidad de vida, somos hermanos unos de otros, tenemos por Padre a Dios y por Madre esa Iglesia que nos engendra a la vida. En la Jerusalén antigua, aquella ciudad donde murió Jesús, estaba el Templo, el lugar donde simbólicamente Dios habitaba con su pueblo. En la nueva Jerusalén, que el vidente ve bajar del cielo, no hay templo. Porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son el templo. No necesita la luz del sol o de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera. Con otras palabras, Jesús enseña lo mismo en el evangelio: El que me ama cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada. Gracias al don del Espíritu Santo en el corazón de cada fiel creyente, el Padre y el Hijo habitan en cada uno de nosotros. El ámbito de gracia que es la dimensión espiritual de la que se forma la Iglesia es el mismo Espíritu de Dios que nos penetra y nos transforma y nos hace templos del mismo Dios Trinidad.
La otra característica notable de la ciudad es la gran muralla que la circunda. Es una muralla llena de puertas; doce en total. Son tres puertas en cada lado de la muralla cuadrada. Son puertas para entrar. Esa ciudad, ese ámbito de gracia, tiene ingreso para todas las personas que quieran entrar. Pero las puertas están custodiadas por ángeles; cada una tiene el nombre de una de las tribus del pueblo de Israel y la muralla se levanta sobre doce cimientos que llevan los nombres de los apóstoles de Jesús. La entrada a la ciudad tiene unos requisitos. Hay que creer en el evangelio anunciado por los apóstoles. La nueva ciudad alberga al nuevo pueblo de Dios que da continuidad al antiguo pueblo de Israel formado por las doce tribus. Los ángeles posiblemente representen a las autoridades de la Iglesia que juzgan la idoneidad y preparación de quienes quieren entrar.
Cuando comenzó la misión evangelizadora de los apóstoles, san Pablo descubrió algo nuevo. Él predicaba inicialmente el evangelio a los judíos en sus sinagogas. Pero quienes acogieron el mensaje de salvación con mayor entusiasmo fueron los gentiles, es decir, los hombres y mujeres extranjeros. Estos eran extranjeros que acogían con simpatía la religión judía y su enseñanza sobre Dios y sus exigencias morales. Pablo no les exigía más que la fe en Cristo para bautizarlos y para que se convirtieran en discípulos. Pero pronto surgió de parte de algunos la oposición y la exigencia de que a esos extranjeros había que hacerlos judíos por la circuncisión, antes de que se hicieran cristianos. La puerta para entrar a la nueva Jerusalén sería bien estrecha, y en vez de tres por cada lado, sería quizá solo una y medio abierta. Para salvarse no bastaba con creer en Cristo, había que hacerse también judío. Cristo solo no sería suficiente. Esta controversia fue causa de un gran debate, y al final se vio que la única exigencia consistente sería el cumplimiento de los mandamientos del Decálogo, pues el cristiano debe tener una conducta moral íntegra.
La Iglesia, pues, es el lugar cierto donde encontramos con seguridad la salvación y donde con certeza se nos comunica el Espíritu Santo. La Iglesia es el ámbito de gracia que Dios ha abierto en el mundo para que sea el lugar donde los creyentes vivamos en comunión con Dios y de unos con otros. Es deber de los cristianos dar a conocer e invitar a quienes no creen en Cristo para que entren a la nueva Jerusalén, por la fe, el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Aunque la mano de Dios es generosa para salvar a quien quiera y donde quiera, el único lugar cierto constituido por Dios para otorgar la salvación es la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia católica. Hoy las lecturas nos invitan a conocerla en su dimensión interior y espiritual que se hace visible en su organización institucional y visible. Amemos a nuestra Iglesia pues en ella nacemos para la vida eterna y en ella nos hacemos hijos de Dios.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán